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20 de octubre de 2012

Sombras densas


Ramón Casas Carbó, La Sargantain, 1907

A finales de octubre las sombras ralentizan el paso y se vuelven densas como fantasmas que tocan levemente nuestras manos cuando caminamos por las calles en las que empiezan a amontonarse las primeras hojas caídas. La víspera de Noviembre se recordará a los que ya partieron, y la muerte ocupará un lugar en las mesas de los vivos, como una invitada de honor. Calladas o ruidosas, estas celebraciones pueden ser una manera de reencontrarnos con nuestra sombra, pero también de seguir huyendo de ella.

Hace ya algunos años, el Ciclo Anual  sigue a la semilla en su viaje de las profundidades a la superficie de la tierra y, después de la flor y el fruto, el regreso al origen. En el ciclo de la semilla este es el tiempo que se encuentra más allá de la madurez, el último tramo del camino de la superficie, la vejez. Tras la muerte vendrá la fase de la putrefacción, el desprendimiento último que permitirá una nueva germinación.
El pesar que puede causarnos la idea de la muerte, a menudo no es nada en comparación con el horror que nos supone el natural declive del cuerpo; el abrazo último del tiempo que nos devolverá a la desnudez de los huesos, y finalmente a la tierra misma, nos espanta al recordarnos nuestra fundamental vulnerabilidad. 

La Tierra nos recuerda que el tiempo que tenemos para andar sobre su superficie está contado y tarde o temprano volveremos al mismo limo del que nos levantamos. La Tierra nos recuerda también a la vejez, la enfermedad y el dolor que afectan a nuestro cuerpo físico y - aunque muy equívocamente -, con nuestra tendencia a los placeres "mundanos" y el sufrimiento asociado a nuestro apego a los mismos.

La Tierra es una gran maestra a la que demasiado a menudo se prefiere desoír, sus enseñanzas se desdeñan con frecuencia por parecer demasiado familiares o básicas, sin caer en la cuenta de que a penas conocemos la superficie del mundo que habitamos y de que poco podremos levantar sin una buena base. Nos ve correr como niños en nuestros juegos de aire, fuego y agua, sabiendo que cuando llegue el momento nos sentaremos a meditar en sus faldas y que por más que ese momento nunca llegue, agotados ya los días de nuestra vida, volveremos a su seno.

A pesar de su crucial importancia en el camino del aprendizaje, los procesos de descomposición suelen ser un punto ciego en la contemplación de los ciclos - salvo por aquellos que se detienen, fascinados, en ellos, produciendo un desequilibrio en el sentido contrario -.  La putrefacción, que no es otra cosa que un abandono y una disolución necesarios para entrar en el Inframundo e iniciar un nuevo ciclo, causa el mismo rechazo que la sombra y es, en cierta medida, la sombra misma que viene a enfrentarnos para rendirse a un bien más grande de lo que hemos encarnado hasta el momento.

Cuando la muerte ronda cerca, cuando algo en nuestro interior nos avisa de que necesitamos terminar con una situación, alejarnos de unas circunstancias, abandonar una antigua forma de vida, cuando la parte de nosotros que permanece despierta huele el final de algo, nuestras sombras se hacen presentes, más corpóreas y amenazantes que nunca, señalando el límite de nuestro viejo ser y preguntándonos, insidiosas, si seremos capaces de cruzarlo o no.  Si no estuvieran allí nuestro miedo, nuestra angustia, nuestros apegos, ¿quién temería al cambio? Y sin embargo, la sombras deben estar allí, y al menos una parte de ellas cruza con nosotros, y se reintegra como fortaleza en la siguiente etapa de nuestra vida.

Ya he escrito acerca del poco respeto que, a mi entender, se guarda a las sombras, sin embargo,  por su naturaleza a la Sombra le trae sin cuidado la clase de respeto que socialmente se le pueda ofrecer. Está ahí desde que el humano es humano, en sus sueños y pesadillas, habita las vidas de todos y cada uno, y desempeña su sagrado papel, tanto si se aprovechan las oportunidades que brinda como si no. Pienso en la sombra como en una criatura feral, un ser al que no se ha sometido - ni se puede someter- por medio de embellecimientos artificiales, una realidad a la que no se puede engañar ni disfrazar, algo que escapa del control de nuestro ego, algo con lo que este ego se golpeará una y otra vez o se tropezará una y otra vez hasta cascarse como un huevo; algo que está ahí para ser reconocido y superado.

Si algo se puede decir acerca de la sombra, es que nunca trataríamos de usarla para ganarnos la simpatía  de otros... No es un dolor de garganta, es una diarrea, no es una imagen romántica de tristeza y languidez, es la ira, la rabia, la culpa. Es la envidia insana, los celos o el deseo desesperado de poseer, el momento en el que perdemos el control, las palabras de las que sabemos que nos vamos a arrepentir escapando de nuestros labios, o aquél silencio que no rompimos y resuena en nuestra cabeza porque no nos perdonamos el haberlo consentido; la desconfianza, la maldicencia, la torpeza y la debilidad y la falta de ánimo; el dolor físico que nos golpea y ante el que nada podemos hacer... Es una imagen fea, horrible, que nos devuelve el espejo; ya sea reflejando un cuerpo que se marchita, o un ánimo envilecido con causa o sin ella. 

No es algo que usaríamos para ganar el amor de otros, porque nuestro trabajo nos cuesta superar la vergüenza que nos produce y aceptar que, sencillamente, es algo que está ahí y que podemos querernos a pesar de ello. Y sin embargo, es absolutamente necesario aprender esto. Conocer nuestras sombras, identificarlas, tratar con ellas, irlas redimiendo a medida que tenemos la posibilidad. Porque en la medida que conocemos nuestras propias sombras podemos despreocuparnos de aquellas que el resto del mundo pueda proyectar en nuestro camino.

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